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come to raise

Por Emiliano Monge

 

No esperábamos, aunque tendríamos que haberlo imaginado, que también éste estuviera detenido. Hasta hoy, he contado ciento trece. Ciento quince, según Laura, que fue quien escuchó decir: el de la torre blanca sirve.

 

Ahora tenemos que volver. Más bien, que andar el camino nuevamente, aunque en dirección contraria. Hace tiempo, las palabras ir y regresar perdieron su sentido. O que dejó éste de importarnos. Porque perderlo, lo han ido perdiendo casi todas. A pesar de que sigamos aferrándonos a ellas.

Las últimas cuadras, que serán las primeras, serán también las menos complicadas. Las zanjas son, a fin de cuentas, uno de los pocos privilegios que nos quedan. ¿Quién iba a decirlo? El trabajo inacabado es nuestro único resguardo.

 

Pero las zanjas, como el resto de la cosas, se terminan de repente. O comienzan. Y tenemos, Laura y yo, que emerger de lo profundo. Burlar a un grupo de agotados, escalar varios montículos de tierra y descenderlos, mientras deslavan, nuestras sombras, las marcas que dejamos.

¡Entre los tubos!, le ordeno a Laura cuando llegamos a la esquina, brincamos una base sin su estatua, burlamos las costillas oxidadas de un auto y alcanzamos la banqueta, al otro lado de la calle: ¡agáchate otro poco, sigue entre los tubos!

 

No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última ocasión en que un hombre o una mujer anduvieron erguidos. Los que todavía nos movemos siempre lo hacemos como Laura y yo avanzamos. Además de ocultarnos, el objetivo es aprender a usar las manos nuevamente. Agarrar, hoy, es menos importante que impulsarse.

¿Por las vías o el edificio?, pregunta Laura deteniéndose de pronto: las tuberías que nos protegen también van a terminarse: ahí, a unos metros. No sé por qué me lo pregunta y se lo digo: ¿para qué me lo preguntas? Sonriéndome, Laura calla y corre hacia la entrada de la mole, en cuya cima, la noche, parecería estar naciendo.

Un par de metros antes de meternos en el titánico concreto, Laura y yo brincamos varias grietas y burlamos a otra familia de exhaustos: toman, sin mirarse, parecería que sin saber que allí están unos con otros, los últimos rayos de la tarde.

Así fue como todo dio comienzo. O como empezó a terminarse: un hombre dejó su oficina, se detuvo en medio de una calle, permitió que cada músculo en su cuerpo se venciera y murmuró: estoy rendido.

 

Alcanzo a Laura cuando estamos en mitad del edificio. Interiores, los llamábamos hace tantos años que no sé si es más el tanto o son los años. Como te gustan, me dice ella sonriéndome de nuevo. Tiene razón. Cruzamos un inmenso galerón, frío y vacío. Un espacio que podría haber sido cualquier cosa.

No aspira a ruina, le repito a Laura lo que he dicho tantas veces y esta vez yo soy el que sonríe. Pero tenemos que apurarnos, añado acelerando el ritmo de mis piernas sobre el cemento desnudo: no podemos quedarnos, se está haciendo cada vez más tarde. Y allá dejamos nuestras cosas. Nuestra cosa, me corrige Laura, apretando la quijada y apurando, ella también, la cadencia de sus pasos.

 

Cuando por fin vemos la puerta de salida del coloso, casi no podemos ver ya nada. Vela la calle una lona de plástico a la que el viento despoja de albedrío. El sol, además, roza los cerros que rodean la última urbe, robándose las sombras de las cosas.

En la escalera que nos lleva de la mole hacia la calle, nos detenemos otra vez en seco. Entonces dudamos, observando los puntos cardinales que no son del que venimos. Evidentemente, le digo a Laura segundos después, cuando observan nuestros ojos el comienzo de los puentes.

Un par de metros antes de que el asfalto alce sus lomos, burlamos varios matorrales, otra muchedumbre de cansados y los restos de un vencido. En el rostro de Laura aparecen los gestos que esculpe la sospecha. Hacía meses que no dábamos con uno; hacía meses que no hallábamos vencidos.

No lo pienses, le suplico entonces: nada más sigue corriendo.

 

Soy yo, sin embargo, el que no consigue ahuyentar los resquemores, mientras nos lleva nuestra prisa hacia la altura. ¿Será una presa o habrá sido, también él, un infractor?

Así llamaron a los hombres que llevaron más allá el cansancio: infractores: los exhaustos que en lugar de recogerse se secaron: como montones de sal: los agotados que en vez de embalsamarse se oxidaron: como engranes de herramientas: los que pararon, sin saberlo, los relojes.

Quizás era el primero, se me sale en voz bajita y mis palabras son los frenos que interrumpen la carrera de mi Laura: ¿por qué piensas otra vez en eso? Tiene razón: ¿por qué lo pienso? ¿Por qué siempre de esta forma? ¿Por qué quiero creer que fue la propia explotación la que hizo que de golpe se quedaran detenidos? ¿Por qué no puedo creer lo que informaron?

Sabes bien que fue la bola, murmura Laura acercándose a mi cuerpo:  tratando de abrazarme. Me conoce y sabe cuáles pensamientos me lastiman. La enorme bola que bajó detuvo los relojes, insiste intentando apaciguarme. Como insiste en envolverme con sus brazos: ya no sirven para esto.

 

Poco después, Laura me suelta, se aleja de mi cuerpo y me sonríe. Ya verás que encontraremos uno que ande, me anima como si ella fuera quien tuviera que cargarme. Como si yo no fuera el encargado de que el fuego del esfuerzo siga ardiendo en sus costillas.

Estoy seguro, le respondo a mi hija recobrando la entereza. Y limpiándome los párpados señalo la distancia. Hemos llegado hasta la cima de los puentes: a pesar del crepúsculo, se alcanza a ver cómo las plantas tragan y destrozan las viejas construcciones de los hombres: verlas reclamando lo que siempre ha sido suyo le devuelve la sonrisa a nuestros rostros.

Buscando apretar aún más el vínculo que crea este paisaje entre nosotros, antes de echar a andar de nuevo, Laura y yo giramos nuestros cuerpos y observamos ese otro horizonte que nos deja ver el puente: la seguridad es tu obligación, le digo a mi hija que aseveran esas cosas que hace tiempo fueron letras: allá en la torre de la fábrica que cerca la penumbra: al final de un descampado que podría uno recorrer dando dos pasos o doscientos.

¡No los leas!, me grita entonces Laura. Siempre haces lo mismo, añade enojándose de golpe y girando sobre su eje precipita su carrera: ¡ya te he dicho que no quiero que los leas!

 

Veinte metros antes de dejar atrás los puentes, sacudida por el viento, vuelve a escucharse la voz de mi pequeña: ciento dieciséis, asevera Laura levantando del cemento, sin perder nunca el paso de sus piernas y sus brazos, un viejo reloj de pulsera.

Ciento catorce, la reto entonces en voz alta, aferrándome, de paso, a la cuenta que yo llevo. Y sonriéndome otra vez, Laura lanza a un lado, sin violencia, el pedazo de plástico inservible: no estamos seguros, papá. Sobre nosotros, además de la noche, se han posado varias nubes: no las veo pero de alguna forma las intuyo: ¿las huelo?

Ni tú ni yo estamos seguros, insiste mi hija apresurando su carrera y sus palabras se convierten en presagio, deformando los únicos dos rostros que ella y yo hemos tocado, que ella y yo hemos admirado. No estamos seguros, repito en voz baja y el presagio se convierte en certeza: ha empezado a escucharse el sonido que ellos hacen: son los que habitan las inmensas rejas blancas.

Cada noche salen ellos a buscarnos: quieren nuestra cosa: saben que es la única que queda: que nosotros la tenemos: quieren llevársela a sus cuevas transparentes. Pero no saben dónde la escondemos. Hay que llegar a la guarida, le digo a Laura: hay que apurarnos, insito convirtiendo nuestro andar en nuestra huída.

 

Hacia la boca, ordeno poco después, cuando finalmente abandonamos el enorme camellón que nace allí donde los puentes se deshacen y que termina aquí, donde el extraño arco de luz inagotable se levanta como templo de vacío.

A pesar de que insisto: hacia la boca, Laura gira en el pequeño callejón que acaba hundiéndose en la tierra: es otra forma de meterse en la vieja urbe. El camino que de aquí estaba más cerca pero no el que ella y yo utilizamos, el que ella y yo mejor sabemos. Y detrás nuestro, el ruido que hacen los que viven encerrados en membranas suena cada vez más fuerte.

Por la derecha, advierto enojado: ¡ese nos lleva!, insisto observando cómo Laura vuelve a hacerme caso. Tenemos que llegar lo antes posible a nuestra cueva, pienso en silencio y al hacerlo, como siempre, agradezco haber dado un día con ella: allí está segura mi hija: estando ahí, nuestra cosa está extraviada para ellos: escondidos puedo yo cuidar de ambas.

Gracias por llevarnos a la cueva, murmuro encendiendo mi linterna y evocando, al ver el halo o al mirar la espesa marea negra que lo enclaustra, la imagen que le otorgo, en mis desvelos, a lo que un día llamamos dioses: gracias por llevar mis pasos un día a ella, insisto cuando mi hija gira su carrera rumbo al túnel que señala mi linterna.

Por enseñarnos qué era lo que estábamos buscando, sigo agradeciendo y despegando un brazo de la tierra acaricio el bolsillo en el que guardo el vaticinio que me dieron: Wellcome to paradise, leo en la imagen que encontramos una tarde y que después, la realidad, cuando al fin dimos con ella, transformó en esta otra cosa: come to raise, dice el letrero de la cueva que es nuestra guarida: había perdido algunas letras: sigue aún estando lejos.

 

Deja de estar agradeciendo, grita Laura, adivinando nuevamente lo que pienso: deja ya esa pendejada y mejor corre con más ganas, insiste después, doblando, también de nueva cuenta, hacia otro túnel.

Están cada vez más cerca, advierte mi hija a voz en cuello cuando entramos a uno de los túneles centrales: sólo entonces vuelvo a oírlos: es verdad, nunca los había escuchado así de cerca: me golpean las vibraciones en la espalda y en la nuca: la piel del lomo me susurra: están a menos de cien metros.

Van a encontrar nuestro refugio, señala mi hija y a pesar de su temor se para en seco, apaga su linterna y se pega contra un muro: van a quitarnos nuestras cosas, insiste arrebatando de mis manos mi linterna y apagando también ésta. Nuestra cosa, la corrijo al mismo tiempo que intento, yo también, que el muro me devore.

No hagas ruido, le digo a Laura sin decirlo, moviendo nada más los labios: nos queda sólo que se pierdan: el ruido que ellos hacen está cada vez más cerca: demasiado: justo encima de nosotros.

 

Petrificados, tratando de ser parte de la piedra, Laura y yo aguardamos largo rato. Pero tampoco podemos hacer esto para siempre. Quedarse quieto es acercarse a la renuncia: dejar entrar el cansancio: rendirse o vencerse: extraviar el tiempo.

No sólo tememos a esos seres: también volvernos esos otros que ni a ellos les importan. Mi hija no sabría momificarse, entraría en ella la conciencia de la propia explotación. Quizá por eso me incorporo: lentamente: constato que el sonido se escucha un poco más lejos: ahora, ordeno y precipito mi carrera.

 

Cuando el sonido finalmente se ha apagado, vuelvo el rostro: quiero sonreírle a mi pequeña: mis ojos, sin embargo, no la encuentran: Laura no me sigue: me detengo asustado: vuelvo entonces todo el cuerpo: echo a andar sobre mis pasos: cada vez más apurado.

¡Laura!, repito: ¡Laura… Laura!

Encuentro a mi hija en el lugar donde hace rato nos fundimos con las piedras: inmóvil: sollozando. Levántate, le ordeno inclinando aún más el cuerpo y acercándole los labios al oído: no podemos hacer esto, ya lo sabes.

Pero a pesar de mis palabras, Laura no reacciona: no se mueve. O no más que sus temblores. La sacudo: primero sin usar apenas fuerza: violentamente luego. Entonces mueve la cabeza: no, nada más los labios: ya no quiero. En silencio pienso qué decirle: repaso mentalmente nuestra historia: recuerdo cada frase pronunciada: evoco cada día vivido.

Al final no le digo nada.

 

Tras aguardar junto a mi hija un largo rato, vuelvo a intentarlo: ahora sí puedes, le digo limpiándole, al mismo tiempo, los ojos con la mano que aún me sirve para esto: hay que llegar a nuestra cueva.

Alzar a Laura no resulta fácil: siento el óxido en los huesos: la impotencia de unos dedos que hace tiempo no agarraban otros dedos: mi lomo no consigue erguirse tanto como para poder tirar de ella.

Al final, la levanto utilizando la cabeza: haciendo de mi nuca una pala.

 

Dejar atrás el primer túnel resulta una proeza. Pero luego Laura va volviendo poco a poco a ser Laura. Y entonces, convencido de que el momento es el correcto, acerco los labios a su oreja: ¿qué tal que ellos encontraron nuestra cosa?

En los ojos de mi hija vuelvo a ver arder un algo. Y a pesar de que en los túneles siguientes sigue ella apoyándose en mi cuerpo, cuando entramos en la enorme galería donde convergen los túneles más amplios, Laura al fin avanza sola.

Y muy pronto estamos otra vez corriendo. Observándonos el uno al otro cada tanto. Hablándonos incluso a veces en voz baja: yo le ordeno dar de pronto una vuelta: insiste ella solamente en el terror que ahora la habita: no pueden haberla encontrado.

Así cruzamos los últimos metros: desbocados: ella a cada instante más nerviosa: yo a cada paso más radiante. Y así también llegamos a la cueva: come to raise.

 

Apenas ingresar, corro hasta la esquina, casi me tumbo sobre el suelo, muevo la piedra que la oculta y tomo entre las manos nuestra cosa: necesito terminar de devolverle a mi pequeña la entereza, la fuerza que el cansancio amenaza secuestrarnos.

Sentados sobre el suelo, uno frente al otro, dispongo las linternas en sus sitios y poco a poco desenvuelvo, con cuidado, nuestra cosa: brilla encima de una de mis palmas.

Dale tú la vuelta, le digo entonces a Laura. Y mi hija, emocionada, alza una de sus patas, la acerca hasta mi palma y gira el tiempo. El hilo de arena apenas se escucha.

 

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Oswaldo Ruiz (Monterrey, Nuevo León, 1977) estudió arquitectura en la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), para dedicarse después a la fotografía. Realizó estudios de posgrado en psicoanálisis, filosofía e historia del arte en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y posteriormente cursó en 2006 la maestría en Bellas Artes en el Central Saint Martins College de Londres. Entre 2015 y 2018 trabajó como asistente de la fotógrafa Graciela Iturbide.

Su trabajo sobre el paisaje cambiante de México se desarrolla por medio de ensayos visuales, enfocándose en las relaciones entre el espacio y su dimensión política. Se interesa en la manera en que la construcción de un lugar da sustento a la ideología a través de sus materiales y caracaterísticas. Su trabajo sigue la línea de una arqueología de lo contemporáneo utilizando la fotografía analógica, digital y el video para explorar un sentido del tiempo en sus imágenes.

Ha tenido más de doce exposiciones individuales entre las que destacan: Nostalgia de catástrofes (Galería Patricia Conde, Ciudad de México, 2018); Welcome to Paradise (Fototeca Nuevo León, Monterrey, 2018, y Centro de la Imagen, Ciudad de México, 2017); Espacio que cabe entre dos tiempos (Galería Heart Ego, Monterrey, 2016); Anudamientos (Museo de la Ciudad de México, Ciudad de México, 2013); Frecuencia natural (Galería Luis Adelantado, Ciudad de México, 2011), Oswaldo Ruiz 2002-2009 (Fototeca Nuevo León, Monterrey, 2010) y Last Night (Irish Museum of Modern Art, Dublín, 2010).

Ha participado asimismo en más de medio centenar de muestras colectivas, entre las que se distinguen: Constitución mexicana 1917-2017. Imágenes y voces (Galería del Palacio Nacional, Ciudad de México, 2017); Tlaxotlali: Alternancia de ciclos (Casa del Lago, Ciudad de México, 2017); XII Bienal FEMSA / Poéticas del decrecimiento, ¿cómo vivir mejor con menos? (Centro de las Artes, Monterrey, 2016); Develar y detonar. Fotografía en México ca. 2015 (Centro Cibeles, Madrid, y Centro Nacional de las Artes, Ciudad de México, 2015); Existe todo lo que tiene nombre (Camera Works, San Francisco, California, 2015); Dirty, Poorly Dressed and Filled With Love (Erehwon Center for the Arts, Quezon, Filipinas, 2013); El vértigo de la abundancia (Casa del Lago, UNAM, Ciudad de México, 2013); entre otras.

Su obra ha recibido diferentes reconocimientos nacionales e internacionales como el Premio de adquisición en la XVIII Bienal de Fotografía del Centro de la Imagen (2018), el Premio SIVAM (2006), el Premio Petrobras-Buenos Aires Photo (2006) y el Premio de Adquisición en la II Bienal de Artes Visuales de Yucatán (2004). También ha sido publicada en diversos libros, revistas y catálogos, y expuesta en las ferias internacionales Madrid Foto (2012 y 2011) y Paris Photo (2006 y 2007). Desde 2018 es Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA.

2006-07

Maestría en Bellas Artes, Central Saint Martins College, Londres, Reino Unido.

2000-01

Cursos de Posgrado en Arte Contemporáneo y Psicoanálisis. Universitat Autonoma de Barcelona, España.

1994-99

Arquitectura, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México.

2023

Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales, Secretaría de Cultura, México.

2018

Premio de adquisición en la XVIII Bienal de Fotografía del Centro de la Imagen, Ciudad de México, México.

Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, FONCA, México.

2010

Beca del FORCA Noreste para realizar una residencia en Santiago de Chile.

2009

Mención Honorífica en la XIII Bienal Nacional de Fotografía, Centro de la Imagen, Ciudad de México.

2006

Premio de Adquisición SIVAM, Sociedad Internacional de Valores del Arte Mexicano, Ciudad de México, México.

2º Lugar Premio Petrobras-Buenos Aires Photo.

Becario del FONCA, Programa de Apoyo para Estudios en el Extranjero.

2005

Mención Estatal en la VII Bienal Monterrey FEMSA, Monterrey, México.

2004

Premio de Adquisición en la 2ª Bienal de Artes Visuales de Yucatán, Mérida, Yucatán, México.

Premio de Adquisición en la XXIV Reseña de la Plástica Nuevoleonesa. Monterrey, México.

2018

Museo de Arte de Sonora (MUSAS), Hermosillo, Sonora, México.

2017

Centro de la Imagen, Ciudad de México, México.

2009

Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO).

Cisneros Fontanals Art Foundation, Miami, Estados Unidos.

Fototeca de Nuevo Léon, Monterrey, México.

2007

Central Saint Martins College of Art and Design, Londres, Reino Unido.

2005

Colección FEMSA, Monterrey, México.